Hace ahora un año, una joven doctora en
Historia, con un magnífico curriculum
vitae y una trayectoria muy dinámica, con líneas de investigación de gran
proyección, se puso en contacto conmigo porque quería solicitar un contrato
Juan de la Cierva y estaba interesada en vincularse a mi Universidad, a través
del grupo de investigación al que pertenezco. Después de más de seis meses de
retraso sobre el tiempo previsto, hace unas semanas esta investigadora ha conocido
la resolución, que la deja en la lista de reserva. Era su última opción para
poder continuar con su trayectoria investigadora, después de haber sido becaria
predoctoral en el CSIC, posdoc en Cambridge, profesora contratada en la
Universidad Complutense de Madrid…
Yo sabía que estos contratos se vendían muy caro, pero nunca imaginé que tanto. Examinando la propuesta de candidatos seleccionados, convenientemente publicada en la web del Ministerio de Economía y Competitividad, comprobé que de las cuarenta y una resoluciones favorables en el área de Ciencias Sociales y Humanidades, la mayoría correspondían al área de Historia y Arte (14), que obtuvo más contratos que otras áreas, como Filología y Filosofía (11), Ciencias Sociales (6), Economía (3), Psicología (3) o Derecho (2). De un simple vistazo comprendí que en los últimos años los jóvenes investigadores españoles de Historia y Arte han sido capaces de mejorar sus perfiles y lograr que, en una convocatoria pública tan competitiva como la Juan de la Cierva, sean capaces de obtener más contratos que los candidatos de otras áreas. Pero era un consuelo inútil, porque una gran investigadora se había quedado a las puertas de lograr culminar tantos años de esfuerzo personal.
Hace unas semanas coincidí con un colega en el sitio habitual donde, desde hace ya muchos años, encuentro más compañeros de mi Facultad. Eran las seis de la tarde y allí estaba él, tomando su enésimo café del día en el bar del Edificio de Humanidades. Hacía meses que no le veía y le pregunté qué tal le iban las cosas. Es un Titular de Universidad que, desde hace años, ha dejado de investigar y que afronta el tramo final de su carrera docente como quien espera el final de sus días. Se lamentaba por su escasa motivación por afrontar un curso más, por lo mal que iba todo —en la Facultad, en la Universidad, en el país—, por lo mal preparados que llegan los nuevos alumnos del Grado... Me reconocía que, al menos, teníamos un trabajo y que, si todo no terminaba por hundirse, al menos tendríamos una jubilación.
Mientras le escuchaba me venía a la cabeza la imagen de la colega que quedó en la lista de reserva del contrato Juan de la Cierva; la de un antiguo alumno que, unos días, más tarde, una vez finalizada su beca predoctoral de cuatro años de duración, leería su tesis doctoral; la de una antigua alumna que acaba de finalizar su segundo Máster y está pensando hacer la tesis doctoral. Pensé que si alguno de ellos tuviera la ocasión de poder acceder a la Universidad con un contrato de profesor, seguramente afrontaría el reto con más ilusión que muchos compañeros mayores que yo, y algunos incluso de mi edad, que desde hace tiempo han perdido su motivación por seguir trabajando en la Universidad.
Estamos viviendo unos años terribles en nuestras universidades y solo dentro de unos años seremos capaces de comprender la magnitud del desastre. Mientras tanto, decenas de investigadores con unos currículos mucho mejores que los que nosotros tuvimos cuando accedimos a la Universidad hace cuarenta, treinta o veinte años, esperan su oportunidad para entrar en el sistema. Pero no hay nada que ofrecerles: ni contratos en precario, ni becas postdoctorales, ni vinculación a proyectos inexistentes. Ni siquiera podemos ofrecer una beca predoctoral a investigadores con expedientes sobresalientes que acaban de terminar sus estudios de Grado.
En suma, vivimos el desmantelamiento de la Universidad que conocimos y no sabemos cuál es el futuro que nos aguarda. El de nuestros jóvenes investigadores, en cambio, sí lo conocemos, porque no es futuro, sino un presente en el que se les impide progresar.
Este post ha sido publicado, como artículo de opinión, en el Boletín del Aula Canaria de Investigación Histórica nº10 (otoño-invierno 2013), pp. 7-8 [Enlace al texto original]
Yo sabía que estos contratos se vendían muy caro, pero nunca imaginé que tanto. Examinando la propuesta de candidatos seleccionados, convenientemente publicada en la web del Ministerio de Economía y Competitividad, comprobé que de las cuarenta y una resoluciones favorables en el área de Ciencias Sociales y Humanidades, la mayoría correspondían al área de Historia y Arte (14), que obtuvo más contratos que otras áreas, como Filología y Filosofía (11), Ciencias Sociales (6), Economía (3), Psicología (3) o Derecho (2). De un simple vistazo comprendí que en los últimos años los jóvenes investigadores españoles de Historia y Arte han sido capaces de mejorar sus perfiles y lograr que, en una convocatoria pública tan competitiva como la Juan de la Cierva, sean capaces de obtener más contratos que los candidatos de otras áreas. Pero era un consuelo inútil, porque una gran investigadora se había quedado a las puertas de lograr culminar tantos años de esfuerzo personal.
Hace unas semanas coincidí con un colega en el sitio habitual donde, desde hace ya muchos años, encuentro más compañeros de mi Facultad. Eran las seis de la tarde y allí estaba él, tomando su enésimo café del día en el bar del Edificio de Humanidades. Hacía meses que no le veía y le pregunté qué tal le iban las cosas. Es un Titular de Universidad que, desde hace años, ha dejado de investigar y que afronta el tramo final de su carrera docente como quien espera el final de sus días. Se lamentaba por su escasa motivación por afrontar un curso más, por lo mal que iba todo —en la Facultad, en la Universidad, en el país—, por lo mal preparados que llegan los nuevos alumnos del Grado... Me reconocía que, al menos, teníamos un trabajo y que, si todo no terminaba por hundirse, al menos tendríamos una jubilación.
Mientras le escuchaba me venía a la cabeza la imagen de la colega que quedó en la lista de reserva del contrato Juan de la Cierva; la de un antiguo alumno que, unos días, más tarde, una vez finalizada su beca predoctoral de cuatro años de duración, leería su tesis doctoral; la de una antigua alumna que acaba de finalizar su segundo Máster y está pensando hacer la tesis doctoral. Pensé que si alguno de ellos tuviera la ocasión de poder acceder a la Universidad con un contrato de profesor, seguramente afrontaría el reto con más ilusión que muchos compañeros mayores que yo, y algunos incluso de mi edad, que desde hace tiempo han perdido su motivación por seguir trabajando en la Universidad.
Estamos viviendo unos años terribles en nuestras universidades y solo dentro de unos años seremos capaces de comprender la magnitud del desastre. Mientras tanto, decenas de investigadores con unos currículos mucho mejores que los que nosotros tuvimos cuando accedimos a la Universidad hace cuarenta, treinta o veinte años, esperan su oportunidad para entrar en el sistema. Pero no hay nada que ofrecerles: ni contratos en precario, ni becas postdoctorales, ni vinculación a proyectos inexistentes. Ni siquiera podemos ofrecer una beca predoctoral a investigadores con expedientes sobresalientes que acaban de terminar sus estudios de Grado.
En suma, vivimos el desmantelamiento de la Universidad que conocimos y no sabemos cuál es el futuro que nos aguarda. El de nuestros jóvenes investigadores, en cambio, sí lo conocemos, porque no es futuro, sino un presente en el que se les impide progresar.
Este post ha sido publicado, como artículo de opinión, en el Boletín del Aula Canaria de Investigación Histórica nº10 (otoño-invierno 2013), pp. 7-8 [Enlace al texto original]