Hemos sobrevivido al Mundial de Sudáfrica 2010 y a las celebraciones, absolutamen- te delirantes, que se han vivido en todos los rincones de España en la noche del pasado domingo, después de una emocionante final que nos mantuvo a todos los españoles delante del televisor. Quienes me conocen saben de mi afición al fútbol, un deporte en el que nunca destaqué, pero al que me dediqué con entusiasmo, desde mis ya lejanos tiempos en el Colegio hasta hace unos años cuando, precisamente jugando en una liga de fútbol para veteranos, me rompí los ligamentos de mi rodilla derecha. Con casi cuarenta años a mis espladas colgué las botas y debo reconocer que, durante un tiempo, sentí incluso cierto síndrome de abstinencia, que por suerte he podido superar. Por esta razón, no coincido con algunos de los últimos artículos que ha firmado Juan García Luján en Canariasahora. Como estudiamos juntos en el Instituto Tomás Morales me consta que el fútbol nunca ha estado entre sus debilidades, pero no dejo de reconocer que algunas de sus críticas a los excesos de este circo, son bastante acertadas. En realidad, todo lo que hemos vivido en estas últimas semanas se puede enmarcar bajo la máxima de nihil novum sub sole, aunque hay que reconocer que en estos tiempos en los que el deporte se ha elevado a la categoría de inmenso negocio para unos pocos, cualquier referencia a los excesos de otros tiempos pueden parecer, cuando menos ridículas. De todos modos, no me resisto a citar aquí un fragmento del tratado sobre la Arquitectura de Marco Vitruvio, citado por Isaac Moreno, editor del portal Traianus, en su blog sobre ingeniería romana. Vale la pena leer el texto:
Los antiguos griegos concedieron a los atletas más famosos, que habían alcanzado la victoria en los juegos Olímpicos, Piticos, Istmicos e Inemeos, unos honores tan extraordinarios que, no sólo recibían los aplausos del público en los escenarios cuando se levantaban con su palma y su corona, sino que, al volver victoriosos a sus propios países, eran conducidos como triunfadores en una cuadriga hasta las calles de sus ciudades de origen y además estaban exentos de pagar ciertos impuestos durante toda su vida, como premio acordado por el Estado.
Al recapacitar ahora sobre estas costumbres, no deja de admirarme que no concedan honores similares, o aún mayores, a los hombres de ciencia y escritores que aportan innumerables beneficios a todos los pueblos y a lo largo de los tiempos. Ciertamente, sería mucho mejor establecer esta costumbre, pues los atletas consiguen fortalecer simplemente sus músculos, mediante sus entrenamientos, pero los escritores no sólo perfeccionan su propia inteligencia sino también la de todos los hombres y con la información de sus libros, fijan unas normas instructivas para alentar el talento y el ingenio de todos los hombres.
¿Qué utilidad ha proporcionado a la humanidad el hecho de que Milón de Crotona resultara invicto en todas sus competiciones?, ¿qué provecho han prestado otros muchos vencedores, si no es el de disfrutar de la fama entre sus conciudadanos mientras vivieron?
Pero, las enseñanzas de Pitágoras, Demócrito, Platón, Aristóteles y de otros muchos pensadores, elaboradas día a día gracias a su incesante trabajo, han dado unos frutos nuevos y espléndidos tanto a sus propios conciudadanos como a todo el mundo.
Quienes han degustado sus abundantes enseñanzas desde la infancia, poseen una inmejorable sensibilidad intelectiva, establecen unas costumbres dignas y civilizadas en las ciudades, un cuerpo de derechos justos y unas leyes sin las que la ciudad no puede mantenerse a salvo. Puesto que de la sabiduría de los hombres de ciencia han emanado tan importantes beneficios para todos, tanto individual como colectivamente, en mi opinión deben concedérseles palmas y coronas y, además, se les debe tributar los honores del triunfo, juzgándoles dignos moradores de las mansiones de los dioses.
Vitruvio. De Arquitectura. Libro IX.